sábado, 24 de noviembre de 2012

Oh meu Deus 2012 Rd3: Covilha-Guincho (parte 3)


Arreglo y según se está haciendo de noche, salgo rumbo al PS5. Va a ser una noche dura. Mi mujer se empeña en verme en puntos intermedios. Yo le aconsejo que duerma, que me viene mejor y que si no descansa podría tener un accidente. No me hace caso. Voy a mi tran-trán, avanzando despacito, por bosques de eucaliptos. De noche, pillo bosques y de día he ido por las zonas más desarboladas. Por lo que voy viendo, más bien oyendo, estos bosques son fuente interminable de ruidos, crujidos, sombras, etc., que pueden hacer que veas lo que hay y… lo que no hay. No soy especialmente valiente, pero tampoco muy miedoso. Alguien un poco miedoso no sé cómo saldría de allí.
Cuando llevo unos treinta kilómetros, desde el PS4, me llama mi mujer, cagada de miedo y me dice que está esperando en un pueblecillo, con mucha niebla y es lo más parecido a la película “El proyecto de la bruja de Blair”. Le digo que se vaya al PS5, que yo no tengo nada de niebla y que esté tranquila. Me dice que lo deje, que está muy peligroso, que tenemos hijos,… Usa todo el arsenal de razones para que lo deje. Le digo que no se preocupe, que sé lo que hago y no voy a correr riesgos absurdos. El único problema es, que el tracker (el aparato que manda mi posición en todo momento para seguimiento en tiempo real) no funciona porque se ha quedado sin pilas. Esto significa que nadie va a saber dónde estoy, lo que supone un poco más de presión para mí, que tampoco sé por donde ando. Lo que no sé es que estoy a punto de pasar la noche más épica de mi vida. No le miento cuando digo que no hay niebla (aunque es cierto que si tuviese niebla, no se lo diría). Al minuto de colgar, me meto en un banco de niebla bestial. No veo nada, cada vez menos. Cojo un subidón de un 25% por lo menos. Obviamente, empujo como un campeón. Me sigo metiendo en la niebla. Cruzo bosques, telas de araña (con araña talla XL incluida), curvas, más curvas, subidas, más subidas. Si me preguntasen, diría que he pasado por el mismo lugar veinte veces, todo me parece igual. Bendito GPS, que me indica por dónde tengo que ir.

Llego al pueblo dónde estuvo mi mujer (Montejunto). La verdad es que no exageraba, parece un pueblo fantasma. Veo una fuente y bebo. Hay un viento tremendo, tanto que, al pasar por debajo de los árboles parece que está diluviando, al caer el agua depositada en las hojas (por la humedad de la niebla) agitadas por el viento. Para seguir el pequeño tramo de carretera, me tengo que poner en el centro y seguir la línea que divide los carriles. No veo nada; tengo muchos problemas para encontrar un sendero que sale de la carretera, casi paralelo y no soy capaz de verlo. Lo encuentro, sigo subiendo.
Corono, por fin y veo una pared a mi izquierda. Tiene pinta de ser muy alta. Alumbro con la luz de la bici y es la pared de un castillo (viendo en Google Earth, creo que es un Convento). Impresionante la escena. Niebla cerradísima, mucho viento, un colgado en bici que no sabe ni dónde está. Avanzo poco a poco, veo una reja… es la entrada a una mazmorra. Sólo falta que aparezca un jorobado entre la niebla y allí me quedo muerto del susto. Al final, la mazmorra parece ser una tienda o un local de información del castillo (sin dejar de ser originalmente una mazmorra).

Empiezo a bajar. Está muy peligroso. Piedra suelta, sendero entre matorrales (de los que te arañan y enganchan el manillar), viento que impide mantener el equilibrio,… Todo hace que baje a pie (aun así, con muchas dificultades). Recibo una llamada de teléfono. Resulta ser Paulo (el organizador) que quiere saber si “estoy vivo”. Sabe que estoy en la zona más peligrosa de la carrera, las condiciones climatológicas son muy adversas y no llevo tracker. Después supe que nadie hizo ese tramo de noche. Posiblemente, nadie esté tan loco para hacerlo (ni yo tampoco, a poco que hubiese sabido lo que iba a ser).
Acabo la bajada y empiezo a bordear colinas. Por caminos casi paralelos a las curvas de nivel, casi llanos y que van por el borde de la montaña. Menudas caídas había. Eso sí que me daba respeto, iba pegadito a la pared. Voy avanzando un poco más rápido que hasta ahora, dado que la orografía me es más favorable y aunque sigue habiendo niebla, no es tan cerrada.

Voy entre aerogeneradores y molinos (de los de toda la vida, de los de Don Quijote). Pienso mucho en el famoso hidalgo. Le veo paralelismo. Un español, en su montura, más zumbado que las maracas de Machín y que sólo ve (y oye) molinos. Cuanto menos, es curioso. Por la noche, sin ruidos, te das cuenta del tremendo ruido que hacen los aerogeneradores al batir las palas. También impresiona como se ilumina el cielo (por efecto de la niebla), al parpadear las luces de señalización que llevan. Cuando esta luz es blanca, parecían relámpagos y cuando era roja, el cielo parecía “ensangrentado”.
Seguía yo por esos caminos de Dios, cuando decido parar a comer algo. Serán las cuatro de la mañana y llevo ya unas seis horas del tirón. Hora de un sándwich de nocilla, con el que llevo varias horas soñando en hincarle el diente. Es lo único sólido que llevo y lo dosifico para que sea pasada la mitad del tramo. Si me lo tomo muy pronto, se me hace muy largo hasta que vuelva a comer.

Me paro con tranquilidad, sabiendo que lo peor ha pasado y que, de momento, no me entra sueño. Estoy en las afueras de un pueblo y me pongo debajo de una farola. Abro el sándwich y se me cae el alma al suelo. Llevo esperando mucho este momento y está lleno de moho. Lo miro, lo remiro y… ¡qué le den a todo! Me lo como igual. Según voy a morderlo, tengo la brillante idea de encender el frontal y verlo con luz blanca. Resulta ser la propia nocilla que, al ir el sándwich arrugado, se transparenta y con la luz amarilla de la farola, parecía moho. Aun así me lo iba a comer. Curiosas decisiones, las que tomamos cuando estamos más “pallá” que “pacá”. Repuestas las energías, retomo la marcha.
El PS5 está en Torres Vedras y quiero llegar antes de que amanezca. Unas cuantas subidas bastante “irracionales”, hacen que no consiga llegar cuando espero. Llego al poco de amanecer, para alegría de mi mujer que, aunque muy cansada, sigue al pie del cañón. Como, bebo y… decido irme. Los que están en ese punto durmiendo (se empiezan a levantar, en ese momento), flipan un poco. Yo, por contra, no lo veo tan raro. Llego relativamente bien y puedo seguir. Si me acuesto, no sé cómo me voy a levantar. No quiero arriesgar. Sé que ahora estoy bien, no necesito saber más. Además, el tramo entre el PS5 y el PS6 es el más corto, aunque sea bastante duro (43 kilómetros y 1800 m. D+). Paro como una hora más o menos.

Nota: en este tramo no hicimos fotos.

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